Recientemente Justin Kroesen, catedrático de Historia Cultural en la Universidad de Bergen (Noruega) y conservador científico de la colección de arte religioso del Museo Universitario de esta ciudad, ha publicado un nuevo libro como resultado de su estancia, como director en 2021, de la Cátedra del Museo del Prado, una de las principales actividades de su Centro de Estudios sito en el Casón del Buen Retiro. Doctorado en Teología —especialidad en arte cristiano— por la Universidad de Groningen (Países Bajos), ha focalizado sus investigaciones en torno al interior de las iglesias medievales tomando en consideración su mobiliario litúrgico. Y todo ello a través de una fructífera y marcada perspectiva comparativa al analizar estos elementos desde un contexto internacional que tiene en cuenta los diversos conjuntos conocidos, material o documentalmente, de la Europa medieval cristiana.
Las páginas de Las artes del altar en la Edad Media están consagradas a proponer una lectura contextual de estas manufacturas en un arco cronológico que recorre desde el siglo XII hasta inicios del XVI. Kroesen, que entiende la locución contexto en un doble sentido, funcional y geográfico, ha centrado su atención en el cómo, cuándo y por qué estos objetos fueron creados. Pero, además, y ahí radica una de las grandes aportaciones del libro, ha acometido el estudio de las que fueron sus ubicaciones originales, muy alteradas o desaparecidas. Para lograrlo, ha debido trasladarse, en constantes viajes de ida y vuelta, entre iglesias y museos: de ahí el subtítulo del volumen.
Este desplazamiento es imperativo en la mayoría de los estudios y en la docencia de la disciplina de Historia del Arte para observar y experienciar los artefactos artísticos, si admitimos la extensa acepción de Herbert L. Kessler en Experiencing Medieval Art. Rethinking the Middle Ages (2019). De los renglones de Kroesen se concluye, primero, que es perentorio transformar la desatención y el desinterés del patrimonio sagrado, que supone más del 90% del arte medieval conservado, en adalid efectivo del conocimiento para ser capaces de advertir y analizar las capas de historia que posibilitan captar el espíritu del lugar, el genius loci en términos del autor. Esta desatención hacia lo sagrado, en nuestro mundo profundamente secularizado, ya fue denunciada hace décadas por relevantes personalidades como Robert Whiting o, más recientemente, Vincent Debiais. Es cierto que contamos cada vez con más investigaciones sobre el paisaje cultural de la materialidad cristiana medieval, aunque suelen centrarse en las imágenes y los objetos, por lo que la aproximación a las iglesias y su mobiliario queda relegada a un plano muchas veces anecdótico. Las investigaciones de Kroesen ayudan, precisamente, a cubrir este vacío historiográfico.
Las 248 páginas del volumen, editado con el cuidado con el que esta colección nos tiene acostumbrados, se distribuye en cuatro capítulos, más el prólogo, el epílogo, la bibliografía, en la que sobresalen trabajos muy recientes, y el siempre útil índice onomástico y topográfico. El discurso, ambicioso y que certifica el apabullante conocimiento del autor del moblaje litúrgico de las incontables iglesias medievales dispersas por el horizonte europeo, se complementa con más de un centenar de ilustraciones que, ubicadas en el lugar oportuno y con su adecuada dimensión y calidad, garantizan una lectura atractiva y deleitable.
El autor justifica y defiende metodológicamente su sugerente análisis en el primer capítulo, donde reflexiona en torno a la iglesia y el museo, ámbitos de compleja y ambigua relación sobre los que, considera, deben construirse sólidos enlaces para comprender correctamente las piezas, entre las que sobresale el altar como escaparate artístico en su contexto original, tantas veces perdido. Sus expediciones le han llevado a comparar, en un ejercicio tan sorprendente como atractivo, el valor simbólico de algunas de las manufacturas medievales, a modo de anclas de memoria colectiva, en curiosos ejemplos de arte contemporáneo. Pero también le han permitido vislumbrar un sorprendente patrimonio común que conforma gran parte de la identidad cultural europea, tesis que puso de manifiesto en la exquisita exposición itinerante coordinada con Marc Sureda y los colegas del Museo Catharijneconvent de Utrecht (Países Bajos) North and South: Medieval Art from Norway and Catalonia 1100-1350 (2019).
En el segundo capítulo, que hunde sus raíces en el anterior, explica y argumenta convenientemente la hipótesis de la dimensión paneuropea que, ciertamente, sigue la estela de Georges Duby en Le temps des cathédrales. L’art et la société 980-1420 (1976). Pero Kroesen hace converger su atención en el tradicionalmente desatendido argumento del mobiliario cristiano, y su meticuloso trabajo le lleva a concluir que la dimensión europea es palmaria, más que en cualquier otro dispositivo cultual, en, precisamente, el altar y sus ornamentos. La similitud en formas e iconografías de obras lejanas geográficamente constituye la piedra angular de su análisis, que incluye, por ejemplo, las stavkirker: exóticas iglesias noruegas lígneas que no duda en considerar, tras una convincente interpretación, como visión nórdica del Románico europeo.
En el tercer y cuarto capítulos se centra en los retablos, impresionantes conjuntos que, desde Staging the Liturgy. The Medieval Altarpiece in the Iberian Peninsula (2009), defiende que deben ser abordados como categoría esencialmente litúrgica y como artefactos religiosos susceptibles de ver alterados sus propósitos o significados conforme a su contexto cambiante. Resultan esclarecedoras sus conclusiones en cuanto a los de “la tierra prometida del retablo”, esto es, los peninsulares, por su singularidad y variedad, muchas veces obra de artistas foráneos que conciliaron sus estilos en formatos de marcado sabor hispano. Pero también por su impacto visual, condicionado por su emplazamiento y relación con otros elementos que tantas consecuencias tuvieron en la distribución y el uso de los espacios de culto. Así, analizada la esencia y la estética hispana del retablo, Kroesen aborda el contexto original que les dio sentido: la iglesia y la organización de su interior, marcada por elementos centrales como el coro y el altar, que en el caso hispano presentaba la particularidad de ser visible para todas las audiencias.
Consagra el último capítulo a revelar el desafío que supone analizar, para las instituciones eclesiásticas y museísticas, el estudio de estos objetos mayoritariamente descontextualizados desde una perspectiva que tenga en cuenta la obra en sí y los espacios y sus usos para comprender y comunicar la relevancia de este vasto patrimonio de la sociedad medieval europea. El reto, complejo y apremiante en la sociedad actual, empuja al lector al epílogo, cuyas líneas versan sobre la inevitable pérdida de la dimensión trascendente tanto de las piezas trasladadas a los museos como de las iglesias que han sufrido un proceso de musealización. Kroesen considera que, a través de la imaginación, siempre pertrechada de conocimiento, es posible devolver estas obras al contexto para el que fueron creadas y que les dio sentido. Y para ser capaces de ello y comprender la obra en su totalidad, es ineludible estudiar la historia de las formas artísticas, pero también las doctrinas y los rituales de la iglesia.
En suma, Las artes del altar supone, a través del original análisis de un nutrido número de ejemplos muchas veces desconocidos para el lector, un avance en la puesta en valor del mobiliario litúrgico medieval al contemplar la materialidad y la carga simbólica de estas manufacturas y reforzar la imagen del Prado como un museo con una importante colección de este tipo. Podría haber desarrollado las relaciones internacionales del arte español en el seno de la familia europea, o ahondar sobre la fascinante discrepancia entre el formato de los retablos hispanos y su pintura y esculturas, a menudo de importación. Pero el nuevo libro de Kroesen vuelve a legitimarlo como el máximo especialista en este arte religioso cuya relevancia cultural e histórica conviene subrayar y reivindicar. Y, para ello son necesarios estudios de esta índole y, también, que museos e iglesias, las dos grandes canteras del arte medieval, colaboren con mayor intensidad.